Pamplinas de una vida

martes, 20 de julio de 2010

La sabiduría de los sapos

El niño de los ojos bonitos de la Jijonenca me trae un helado de tableta derretida.
Hace aire, se me mezcla el pelo con el batido chocolatero y la factura se pega en el mantel.
Las piernas llenas de arenas movedizas y de aire que sube a cosquillear mi cuerpo.
Pies, pisando el suelo, aunque creo que son ellos los que se encargan de sujetar un poquito mejor al mundo, para que no salga despedido por el espacio.
Sí, sí, la Tierra no sale volando por ahí porque hay un cúmulo de pies que la sujetan.
Algunos más pequeños que otros, algunos más grandes, algunos más sucios y algunos más blancos.
Cuando levantas un pie el otro se encarga de sujetar el mundo, por eso cuando saltas sientes una sensación placentera. Esto es porque el planeta se desplaza tímido y así, con cada salto, da una vuelta entera.
Hace más de 200 años fue la primera y la única vez en un día entero que nadie saltó. Ni siquiera hubo un rebote.
Aquel día fue un día gris, todos los niños del mundo lloraron a la vez, las mujeres recordaron su primer amor y los hombres descubrieron su verdad.
El mar aumentó en lágrimas y las playas se triplicaron.
Paula se encerró en el faro por la mañana y por la noche Paulo salió a navegar.
La tierra se volvió más negra y los sapos salieron a pasear por Daimús.
Gracias a los saltos de los anfibios el mundo siguió su curso, pero nadie habla de ese día porque es doloroso reconocer la sabiduría de los sapos.
La primera vez que mantuve una conversación con un sapo fue francamente interesante.
Comparó las ciudades con las charcas y, créanme, tienen un sorprendente parecido.
En fin, voy a terminarme la tarrina a sorbos porque la cucharita verde no es, exactamente, una cuchara.

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