Un año
frágil, no vacío, pero frágil. De esos en los que llega noviembre y te
preguntas que has estado haciendo estos últimos meses de invierno, de
primavera, de verano, de otoño, de invierno. Aunque en el fondo estás tranquilo
porque sabes que ahora ya no hay estaciones, que con el cambio climático no
sabes muy bien si alguna vez pasaste por el verano o si has llevado una
chaqueta de entretiempo. Y no para de llover. Llueve para recordarte que al
menos ya no es agosto, porque no llueve como en los meses de verano, con esas
tormentas que hacen salir a los niños corriendo de los soportales. Y los
adultos, mientras se quedan escondidos, para que ni una sola gota les roce, por
si al día siguiente están demasiados enfermos que tengan que quedarse en su
casa. Mejor mantenerse vivo, dicen. Cada vez más frágiles, con los brazos menos
abiertos y esas ganas de llorar para mojarse debajo del paraguas. Encerrados
entre los muros de las estaciones que no llegan, de los trenes que no paran, de
los andenes que no pisan. Ese noviembre que les impulsa a mirar las vías,
sabiendo que jamás se les cayó nada que recoger, porque nunca se acercaron por
si acaso. ¿Por si acaso qué? Vas a caerte, te van a empujar, algo va a caerse,
vas a perder tus zapatos, la fuerza del tren puede arrastrarte, van a golpearte
desde una ventana… Por si acaso miedo. Mejor quedarse en casa, mejor un año
frágil, no vacío, pero frágil.
sábado, 3 de noviembre de 2012
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